Mi amante
la palabra, la que siempre me acompaña, la que adorna mis labios mejor que el
carmín, la que ilumina mis pensamientos mejor que la misma idea, la que hace
que exista, la llave que abre la puerta, el candado que la deja cerrada, el
puente que franquea el abismo de silencio al que nacimos pegados. Esa que hoy
choca en el vacío del respiro, que quiere salir y se agolpa contra las pupilas
dejándolas sin luz. La que me permite tener la memoria, la que me avergüenza hoy
y no cae por entre mis dedos ansiosos de repetirla, me toca los labios, rebota
una y otra vez contra el interior de mi cabeza y sabe que se está volviendo
fuerte y que algún día va a salir. ¿En qué momento me he rendido? ¿Dónde fue
que decidí callar? Cuando leo, cuando escribo y converso palpita de nuevo el
alma y me siento nacer una y otra vez, pero ahora es diferente. Hay miedo en
mis escritos, hay temor de que sean vistos, las ideas se sienten perseguidas no
por ejércitos llenos de ruido, ni por estruendosos ruidos que desplazan de
momento la angustia y la convierten en energía para desplazarse. Escribo
nuevamente a la velocidad de mi voz y mi pensamiento, para que ese enemigo,
suave y cauteloso no pueda alcanzarme, porque es rápido, porque es letal,
porque consume mi existencia, mis ganas de seguir respirando, inspirando,
suspirando. No me robes ya los sueños, no me robes algo que no es tuyo, mira la
sangre en el dintel de mi puerta porque ya te he pagado el precio y continúa
delante con tu camino.