Se dice tanto acerca del sufrimiento propio y del ajeno. Que cada uno tiene su procesión interna, que para todos sus propias debacles son una tormenta cuyo alcance solo puede apreciarse desde el propio ojo.
Y de pronto llega el día, donde se empiezan a contar los días sin angustias, los días en los cuales la vida no nos parece un mar en eterna tormenta, solamente un mar, en el que hay días que hay que navegar con más fuerza, y otros no hay que esforzarse tanto. Nos damos cuenta que algo cambió y que aprendimos a sufrir menos, y a manejar esos demonios que en otras épocas nos impidieron conciliar el sueño, tener un sueño, alcanzar un sueño, recordar siquiera que podíamos soñar.
El entorno cambia, se torna extrañamente tranquilo, y uno se pregunta si debería acostumbrarse a estar así, si debería olvidar de donde vino, y cerrar para siempre la puerta del caos para dedicarse a construir.
Y alrededor continúa el mundo sufriendo, ahogándose, muchos aún en medio de la tormenta sin siquiera saber que están ahí. Como bebés, o como cachorros, usando hasta el último gramo de su energía pataleando para no ahogarse, para no hundirse, para no sucumbir.
Ahí donde vemos las bocas abiertas, desesperadas por aire, los ojos cansados de llorar, los brazos caídos cansados de remar y de abrazar y de esperar, y de alabar y de suplicar, las heridas abiertas de mucho tiempo sangrantes, aquellas que no cicatrizan nunca, es cuando caemos en nuestra tentación de mirar atrás, donde recuerdas en qué lugar es que están las cicatrices y algunas heridas que habias olvidado.
Donde tornas a ver el abismo, y quisieras salir corriendo pero esa empatía humana te impide hacerlo, porque no quieres que nadie sufra, porque et da miedo verlos sufrir.
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