Me
ha tomado más de una década escribir esta entrada, y probablemente me tome otro
lustro concluirla. Siempre supe que la iba a escribir, en algún momento de la
vida pero jamás supe cuándo. Y me sorprendió, aunque fuera como todo en la vida
el momento indicado.
Me
disgusta tanto que la vivencia del ser humano se haya convertido en estos
tiempos de amor cibernético, en simple generadora de tráfico noticioso. Que los
dramas cotidianos, y las angustias de las personas se vean retratadas en
'realities' visuales o escritos, disfrazados en los correctos nombres de
reportajes, o investigaciones.
Que
pongan en vitrina de carnicería maloliente las vísceras del humano destripado,
desgarrado, adolorido, avergonzado, para que genere amores u odios. Para que
todo el que pase se sienta invitado a emitir juicios incriminatorios y
discriminatorios sobre lo que hizo y lo que no quiso hacer, para que jueguen a
adivinar sus pensamientos y los condenen.
Y
en el fondo, que a nadie le importe realmente. Solo entran en ese juego de
opiniones para sentirse mejores personas, o para ser parte consciente o no, de
esa consigna de odiarnos a diario, odiarnos por todo, odiarnos por nada.
Distanciarnos.
Tal
vez por eso me tarde otra década en terminar esta historia. La historia de
cuando por ser mujer, por ser yo, y por cargar con una serie de estigmas
personales fui víctima de la violencia de género.
Cuando
todo empezó yo ni siquiera sabía que eso me podía pasar a mí. Mentira. Me
pasaba y me lo negaba todo el tiempo, porque crecí en una sociedad donde las
mujeres somos educadas para tragarnos el dolor. Así que digamos que simplemente
cambié el escenario.
Con
las concepciones absurdas que le da a uno el amor y el deseo, sumados a una
temprana acumulación de información sobre la vida que tenía a mis escasos 18
años (no quise cometer ninguna contravención y esperé a mi mayoría de edad para
asumir mis riesgos consciente de palabra y obra), decidí formar una familia. No
me embaracé por accidente, no me echaron de la casa. Mis adorados padres no me
golpeaban, no era drogadicta (aunque si me gustaba mucho la fiesta y los
amigos), no necesitaba un marido que me
mantuviera o me comprara ropa, ni un hombre para que me diera placer sexual
inocuo. Sabía suficiente como para entender que la vida no era un camino de
rosas, y desde ese día hasta el día de mi muerte, creeré que el amor es la
redención del ser humano.
Y
así me aventuré. Con una bolsa llena de sueños, y con un espíritu ya probado en
dolores extraños, quise emprender la aventura de una familia y de un hogar,
porque entendí de alguna forma que el futuro es más brillante cuando alguien
camina en tu mismo rumbo.
Y
aunque llevábamos un tiempo como pareja y para mí los problemas y dramas eran
'normales', nunca imaginé qué me esperaba en adelante.
Ocurrió
un día como cualquiera, discutíamos quizá por el color de los muebles que pondríamos
en nuestro apartamento recién alquilado, o que se yo, al fin y al cabo el
motivo es el menos relevante en estos casos, cuando de un momento a otro, por un desacuerdo
sentí el primer golpe. Muchas veces en mi adolescencia tuve peleas de puños,
pero hasta donde recuerdo, nunca un golpe me había alcanzado la cara, (ya que
gran parte de saber pelear radica en saber defenderse), pero como no estaba en
modo defensa, un golpe seco se me encajó en el pómulo. No pude reaccionar. Todo
fue una pesadilla surrealista, con una lluvia de golpes, patadas, asfixia,
lágrimas, y todo el tiempo en mi cabeza pensando ¿por qué me pasaba a mí?
Cuando reaccioné era tarde. El monstruo se había ido (para mí) y había dejado a
mi esposo ahí vacío. La misma cara de rabia que hace un momento creía que
iba a matarme, de un momento a otro se tornó en una cara de terror, de
angustia, de arrepentimiento, de ganas de volarse la cabeza. No era para menos.
Recuerdo que cuando volteé a ver mi cara al espejo, supe que algo había
terminado en mi vida. Supe que en adelante nada iba a ser igual para mí. Por
primera vez, vi mi cara desfigurada a golpes, me costaba reconocerme. Los
pómulos hinchados y negros, los labios reventados y las encías llenas de
sangre, la cabeza deforme por los 'chichones' y muchos más dolores en todo el
cuerpo que me costaba localizar. Siempre guardo esa imagen en mi cabeza, como
el doloroso fin de los sueños que no habían podido ser arrancados antes. Como
el inicio de la desgracia.
De
ahí los episodios primero eran espaciados, después más frecuentes. Después ya
que importaba. Ya mi cerebro contaba con horarios específicos en los que la
alerta era mayor (fines de semana, días de pago, días en que el tráfico no me
permitía llegar a mi hora acostumbrada y se convertía en otro motivo). Días en
los cuales era imposible ocultar las marcas en el cuerpo y en el alma, y que aun
así había que salir a la calle, seguir trabajando y seguir estudiando porque la
vida seguía. Porque el mundo no se detenía si mi cara ya no era tan bonita, si
no me podía vestir de una manera que me gustara porque era interpretado
como una búsqueda de flirteo en la calle. Que terminar una carrera literalmente
me costaba sangre, porque cada trabajo en grupo, cada salida con mis compañeros
a esperar el bus, o cada salida de esas ocasionales en las que uno la pasa tan
rico con los que estudia era un riesgo casi que de morir. Y aun así, para mí
la vida continuaba. Si me iban a matar, quería que por lo menos fuera
viviendo. Algunas cicatrices son testimonio de que ese pasado sí fue y otras
simplemente heridas que se niegan a cerrarse. Visité tantas salas de urgencia y
algunas de cirugía que desarrollé una fobia inmensa a los servicios de salud.
No por la mala atención, sino por lo que me evocan cada vez que voy así sea al
odontólogo.
Con
el tiempo, mi autoestima hizo lo que tenía que hacer. Desmoronarse. Llegué al
punto de sentir culpa y vergüenza por lo que me pasaba (la culpa no es
importante, yo era responsable pero de ningún modo culpable, algo que me costó
años entender). Me costaba pensar en el suicidio como salida, pues mis dos
hijos ya estaban conmigo y para mí siempre es claro que el dolor no es morir,
sino sobrevivir a los que mueren en esas circunstancias. Vivía por
inercia, porque en el fondo sabía que para mal o para bien esa situación no
duraría para siempre, y me cuestionaba los motivos para seguirla soportando.
Sí,
yo también recibí esos odiosos comentarios de: "pues demándelo",
"pues déjelo, o ¿es que le gusta vivir así?" "pero ¿qué le pasa,
si usted es bonita, joven e inteligente?" e incluso los no pocos
"pues por algo será que la trata así, a uno no le pegan por portarse
bien" (de eso escribiré algún día porque a veces uno si se busca los
golpes).
Sin
mucha carreta, mis razones eran dos, el miedo, y el amor. Cuando uno vive bajo
amenaza física y verbal constante, desarrolla un miedo que le permite exagerar
las consecuencias de lo que haga. Miedo de hacer, miedo de no hacer. Miedo de
que cambie. Miedo de que no cambie. Miedo de despertarse un día y tener a su
espalda un dolor mucho mayor. Miedo de que la gente le diga a uno 'te lo dije'
como sentenciando que uno es idiota.
Y
el amor. Porque no es solo mi historia. Estaba la de él. No podía justificarlo,
pero entendía que su comportamiento era la suma de circunstancias no menos
difíciles que las mías, de una sociedad que no supo darle lo que necesitaba,
que nunca le pudo explicar qué era una familia o para qué era. Que ni siquiera
le vendió la estructura básica para entenderla. Él no me odiaba a mí. Odiaba su
entorno y yo estaba siendo parte de ese entorno que siempre había tratado de
acabarlo.
Creí
firmemente en que podía sacarlo del abismo. No escatimé recursos, y las cosas
que hice para sacarlo del hoyo no están para ser contadas. Di todo lo que
tenía, y el daño era tan grande que nunca fue suficiente. Al tiempo que ambos
nos hundíamos, nos marchitábamos por el mismo camino, nos perdíamos sin lograr
jamás volver a encontrarnos. En las treguas descubrí cuanto había yo cambiado.
Cuanta rabia traia no solo de esos años sino de los anteriores tratando de
luchar contra otras más hostilidades que quizá un día escriba también.
Los
dos últimos intentos, el de redención y el de renuncia, se dieron tan juntos
que no puedo saber cómo contarlos aparte. Solo sé que esta historia no tuvo un
final feliz para nadie. Solo sé que no me arrepiento de las decisiones tomadas.
Solo me cansé y solté su mano. El destino tendría para hacer el resto.
El
fin de este cuento se encuentra en una de las miles de páginas de crónica roja
que se escriben en este país cada vez más a diario. Al final, yo también estuve
expuesta (sin nombre propio), al escarnio, a la condescendencia, al
juzgamiento. Pocas palabras de aliento, de amor y de apoyo sincero hubo para mí
en esos días. Era mi culpa, yo me lo había buscado. Por patiabierta, por ‘culipronta’,
por mala. Por yo.
Después
de casi una década, a veces me despierto todavía en medio de la madrugada, con
miedo y angustia, porque mi cerebro no se olvida todavía de esos horarios que
el sentido de supervivencia le ayudó a programar.
Algún
día concluiré esta historia, o la volveré a contar.