jueves, septiembre 11, 2014

Había una vez

Había una vez un mundo en el que yo no estaba. En ese mundo el sol salía por el oriente, y se ponía por el occidente, llovía de vez en cuando y a veces hacía sol. 
La gente se enamoraba, y se despreciaba, a veces se mataban y otras se dejaban vivir en agonía.
Los hombres les veían el trasero a las mujeres. Y las mujeres hacían lo mismo pero solían no admitirlo.
En ese mundo la gente moría de cáncer, de envidia, pero jamás de amor. 
Y había niños felices, y otros bastantes infortunados, a algunos incluso los asesinaban.
En ese mundo había políticos corruptos, buenos profesores, artistas mediocres, y programas de televisión que apestaban.
En ese mundo la gente iba a teatro, pero casi nunca había tanta fila como en el cine. 
En ese mundo la gente también iba a ver pornografía, y a veces partidos de fútbol.

En ese mundo no estaba yo, pero muy seguramente alguien ocupaba ese espacio, y consumía ese aire, y daba vueltas a las ideas en su cabeza una y otra vez.

En ese mundo la gente se quejaba un día, era feliz otro día. Tenían vicios, bailaban, dormían y comían. Tenían un amor secreto y siempre querían encontrar la felicidad. 

Un mundo con las mismas mentiras, con las mismas verdades, con la misma esperanza desesperanzada, que se ve como la gente loca sentada en un andén esperando a que alguien le ponga atención.


En ese mundo, nadie vivió feliz para siempre. Lo único diferente, era que yo no estaba. 

martes, agosto 05, 2014

La violencia que degeneró






Me ha tomado más de una década escribir esta entrada, y probablemente me tome otro lustro concluirla. Siempre supe que la iba a escribir, en algún momento de la vida pero jamás supe cuándo. Y me sorprendió, aunque fuera como todo en la vida el momento indicado.

Me disgusta tanto que la vivencia del ser humano se haya convertido en estos tiempos de amor cibernético, en simple generadora de tráfico noticioso. Que los dramas cotidianos, y las angustias de las personas se vean retratadas en 'realities' visuales o escritos, disfrazados en los correctos nombres de reportajes, o investigaciones. 

Que pongan en vitrina de carnicería maloliente las vísceras del humano destripado, desgarrado, adolorido, avergonzado, para que genere amores u odios. Para que todo el que pase se sienta invitado a emitir juicios incriminatorios y discriminatorios sobre lo que hizo y lo que no quiso hacer, para que jueguen a adivinar sus pensamientos y los condenen.
Y en el fondo, que a nadie le importe realmente. Solo entran en ese juego de opiniones para sentirse mejores personas, o para ser parte consciente o no, de esa consigna de odiarnos a diario, odiarnos por todo, odiarnos por nada. Distanciarnos.

Tal vez por eso me tarde otra década en terminar esta historia. La historia de cuando por ser mujer, por ser yo, y por cargar con una serie de estigmas personales fui víctima de la violencia de género.

Cuando todo empezó yo ni siquiera sabía que eso me podía pasar a mí. Mentira. Me pasaba y me lo negaba todo el tiempo, porque crecí en una sociedad donde las mujeres somos educadas para tragarnos el dolor. Así que digamos que simplemente cambié el escenario.

Con las concepciones absurdas que le da a uno el amor y el deseo, sumados a una temprana acumulación de información sobre la vida que tenía a mis escasos 18 años (no quise cometer ninguna contravención y esperé a mi mayoría de edad para asumir mis riesgos consciente de palabra y obra), decidí formar una familia. No me embaracé por accidente, no me echaron de la casa. Mis adorados padres no me golpeaban, no era drogadicta (aunque si me gustaba mucho la fiesta y los amigos), no  necesitaba un marido que me mantuviera o me comprara ropa, ni un hombre para que me diera placer sexual inocuo. Sabía suficiente como para entender que la vida no era un camino de rosas, y desde ese día hasta el día de mi muerte, creeré que el amor es la redención del ser humano.

Y así me aventuré. Con una bolsa llena de sueños, y con un espíritu ya probado en dolores extraños, quise emprender la aventura de una familia y de un hogar, porque entendí de alguna forma que el futuro es más brillante cuando alguien camina en tu mismo rumbo.

Y aunque llevábamos un tiempo como pareja y para mí los problemas y dramas eran 'normales', nunca imaginé qué me esperaba en adelante.

Ocurrió un día como cualquiera, discutíamos quizá por el color de los muebles que pondríamos en nuestro apartamento recién alquilado, o que se yo, al fin y al cabo el motivo es el menos relevante en estos casos,  cuando de un momento a otro, por un desacuerdo sentí el primer golpe. Muchas veces en mi adolescencia tuve peleas de puños, pero hasta donde recuerdo, nunca un golpe me había alcanzado la cara, (ya que gran parte de saber pelear radica en saber defenderse), pero como no estaba en modo defensa, un golpe seco se me encajó en el pómulo. No pude reaccionar. Todo fue una pesadilla surrealista, con una lluvia de golpes, patadas, asfixia, lágrimas, y todo el tiempo en mi cabeza pensando ¿por qué me pasaba a mí? Cuando reaccioné era tarde. El monstruo se había ido (para mí) y había dejado a mi esposo ahí vacío. La misma cara de rabia que hace un  momento creía que iba a matarme, de un momento a otro se tornó en una cara de terror, de angustia, de arrepentimiento, de ganas de volarse la cabeza. No era para menos. Recuerdo que cuando volteé a ver mi cara al espejo, supe que algo había terminado en mi vida. Supe que en adelante nada iba a ser igual para mí. Por primera vez, vi mi cara desfigurada a golpes, me costaba reconocerme. Los pómulos hinchados y negros, los labios reventados y las encías llenas de sangre, la cabeza deforme por los 'chichones' y muchos más dolores en todo el cuerpo que me costaba localizar. Siempre guardo esa imagen en mi cabeza, como el doloroso fin de los sueños que no habían podido ser arrancados antes. Como el inicio de la desgracia.

De ahí los episodios primero eran espaciados, después más frecuentes. Después ya que importaba. Ya mi cerebro contaba con horarios específicos en los que la alerta era mayor (fines de semana, días de pago, días en que el tráfico no me permitía llegar a mi hora acostumbrada y se convertía en otro motivo). Días en los cuales era imposible ocultar las marcas en el cuerpo y en el alma, y que aun así había que salir a la calle, seguir trabajando y seguir estudiando porque la vida seguía. Porque el mundo no se detenía si mi cara ya no era tan bonita, si no  me podía vestir de una manera que me gustara porque era interpretado como una búsqueda de flirteo en la calle. Que terminar una carrera literalmente me costaba sangre, porque cada trabajo en grupo, cada salida con mis compañeros a esperar el bus, o cada salida de esas ocasionales en las que uno la pasa tan rico con los que estudia era un riesgo casi que de morir. Y aun así, para mí  la vida continuaba. Si me iban a matar, quería que por lo menos fuera viviendo. Algunas cicatrices son testimonio de que ese pasado sí fue y otras simplemente heridas que se niegan a cerrarse. Visité tantas salas de urgencia y algunas de cirugía que desarrollé una fobia inmensa a los servicios de salud. No por la mala atención, sino por lo que me evocan cada vez que voy así sea al odontólogo. 

Con el tiempo, mi autoestima hizo lo que tenía que hacer. Desmoronarse. Llegué al punto de sentir culpa y vergüenza por lo que me pasaba (la culpa no es importante, yo era responsable pero de ningún modo culpable, algo que me costó años entender). Me costaba pensar en el suicidio como salida, pues mis dos hijos ya estaban conmigo y para mí siempre es claro que el dolor no es morir, sino sobrevivir a los que  mueren en esas circunstancias. Vivía por inercia, porque en el fondo sabía que para mal o para bien esa situación no duraría para siempre, y me cuestionaba los motivos para seguirla soportando.

Sí, yo también recibí esos odiosos comentarios de: "pues demándelo", "pues déjelo, o ¿es que le gusta vivir así?" "pero ¿qué le pasa, si usted es bonita, joven e inteligente?" e incluso los no pocos "pues por algo será que la trata así, a uno no le pegan por portarse bien" (de eso escribiré algún día porque a veces uno si se busca los golpes).

Sin mucha carreta, mis razones eran dos, el miedo, y el amor. Cuando uno vive bajo amenaza física y verbal constante, desarrolla un miedo que le permite exagerar las consecuencias de lo que haga. Miedo de hacer, miedo de no hacer. Miedo de que cambie. Miedo de que no cambie. Miedo de despertarse un día y tener a su espalda un dolor mucho mayor. Miedo de que la gente le diga a uno 'te lo dije' como sentenciando que uno es idiota. 

Y el amor. Porque no es solo mi historia. Estaba la de él. No podía justificarlo, pero entendía que su comportamiento era la suma de circunstancias no menos difíciles que las mías, de una sociedad que no supo darle lo que necesitaba, que nunca le pudo explicar qué era una familia o para qué era. Que ni siquiera le vendió la estructura básica para entenderla. Él no me odiaba a mí. Odiaba su entorno y yo estaba siendo parte de ese entorno que siempre había tratado de acabarlo. 

Creí firmemente en que podía sacarlo del abismo. No escatimé recursos, y las cosas que hice para sacarlo del hoyo no están para ser contadas. Di todo lo que tenía, y el daño era tan grande que nunca fue suficiente. Al tiempo que ambos nos hundíamos, nos marchitábamos por el mismo camino, nos perdíamos sin lograr jamás volver a encontrarnos. En las treguas descubrí cuanto había yo cambiado. Cuanta rabia traia no solo de esos años sino de los anteriores tratando de luchar contra otras más hostilidades que quizá un día escriba también. 

Los dos últimos intentos, el de redención y el de renuncia, se dieron tan juntos que no puedo saber cómo contarlos aparte. Solo sé que esta historia no tuvo un final feliz para nadie. Solo sé que no me arrepiento de las decisiones tomadas. Solo me cansé y solté su mano. El destino tendría para hacer el resto.

El fin de este cuento se encuentra en una de las miles de páginas de crónica roja que se escriben en este país cada vez más a diario. Al final, yo también estuve expuesta (sin nombre propio), al escarnio, a la condescendencia, al juzgamiento. Pocas palabras de aliento, de amor y de apoyo sincero hubo para mí en esos días. Era mi culpa, yo me lo había buscado. Por patiabierta, por ‘culipronta’, por mala. Por yo. 

Después de casi una década, a veces me despierto todavía en medio de la madrugada, con miedo y angustia, porque mi cerebro no se olvida todavía de esos horarios que el sentido de supervivencia le ayudó a programar.

Algún día concluiré esta historia, o la volveré a contar.


viernes, mayo 23, 2014

Políticamente Correcto

Ya empezando, la embarramos, el título de este post es algo de esas cosas que ya no se puede decir sin tocar el nervio palpitante de la conciencia colectiva que cada día nos traga una parte de nuestra individualidad, de nuestra forma de ser, de nosotros mismos.

El título es repetido, soso, ya sabe uno que huele a insulto disfrazado de crítica que pretende ofender a la mayor cantidad de gente posible sin que se den cuenta.

De acuerdo con los nuevos cánones de socialización y las normas de comportamiento humano, uno ya no debe, ni puede:

Hablar de fútbol, de ciclismo, de fórmula 1, de nascar, de tenis, de golf y de cualquier tipo de práctica deportiva donde triunfe alguien con quien uno pueda identificarse. Si es de su país, entonces usted es un triunfalista, pero si es de un país extranjero usted es un arribista que no quiere a su patria. Y de donde sea, usted es un alienado que no piensa sino en cosas banales como el deporte de alta competición cuando el mundo se sigue yendo por un hoyo podrido.

Hablar de religión, de ateismo, de curas, de espiritualidad, de Dios, de Satanás, de Monesvol, Chtulu, el Indio Amazónico, de la Virgen del Carmen, de Brujería, de la Santa Muerte, de Vudú, porque bien, usted es un pendejo que se hizo adicto a una droga donde le dicen qué tiene que hacer y como hacerlo, porque usted le hace caso a otros seres humanos cuya conducta es indeseable y que no deberían decirle cómo actuar o cómo no hacerlo, y porque rezarle al que sea o maldecirlo según su elección, no hará nada para que el mundo se siga yendo por un hoyo podrido.

Hablar de política, elecciones, democracia, historia, leyes, paros, protestas, ni a favor ni en contra. Porque si usted manifiesta pensar como no piensa el que más escándalo hace, usted es un bruto, un pobre, una persona que se vende por un tamal y una teja. Pero si manifiesta pensar como piensa el que más escándalo hace, usted es un comunista, izquierdoso, mamerto, mantenido del estado, subsidiario, subversivo y amigo de Fidel. Porque incluso su anhelada anarquía es apenas un espejismo que al final no nos sacará del hoyo podrido.

Hablar de sexo. De transexuales, homosexuales, multisexuales, aberrados sexuales, deseos sexuales, anhelos sexuales, juguetes sexuales, problemas sexuales, aciertos sexuales, chistes sexuales, duelos sexuales, trabajadores sexuales, enfermos sexuales, educación sexual, todo porque si usted obedece a sus instintos ancestrales y no los reprime, arriesgándose en todo caso a que su represión desemboque en un problema mayor que le afecte a usted y a otros, su cabeza vive dentro del hoyo podrido.

Hablar de idioma, de lectura, de escritores, de ortografía, de libros, de blogs, de ferias, museos y exposiciones. De intelectuales y de artistas, y de maestros y de sus demandas. Hablar de la cultura que se va construyendo es monstruoso porque solo somos la copia al carbón mal hecha de sociedades mal educadas, entonces no podemos atesorar nada de lo que ellas tuvieron si no queremos terminar igual. Debemos volver a las raíces, a lo propio. Eso sí, anhelando siempre ir de vacaciones así sea una vez a Disney. Si usted cita libros, le tildarán de arrogante, mamerto, personaje que habla por parecer inteligente pero que hay una gran probabilidad que no sea. Si no lo hace, probablemente descienda con dignidad al fondo del hoyo podrido


Hablar de género, de hombres y de mujeres, o de travestis. Porque los hombres son para lo que son los hombres y las mujeres son para eso también. Pero cuando uno de los dos quiere ser para lo que es el otro entonces ya es políticamente incorrecto, que para eso Dios los hizo así, que para eso el sol sale por el oriente, y los hombres trabajan y las mujeres paren. Pero si es mujer y se quiere dedicar a parir es una mantenida, y si se quiere dedicar a follar sin parir es una vagabunda. Y si es un hombre y se quiere dedicar a ver fútbol es un troglodita (y no volveré al párrafo 1) pero si le gusta el color rosa y sabe de marcas de zapatos y no le pega a su novia es un maricón. Si tiene 30 y no va donde las putas es un pendejo, y si no le pone los cachos a su mujer es porque ella lo manda, y si no trabaja para mantenerla es porque su papá tenía dudosas conductas sexuales. Y entonces a uno le dan ganas de tener vida de perro y poder excavar hoyos podridos o no y que nadie le diga nada.



De si está gorda, flaca, alta, enana, del color de su piel o de su pelo, de la talla de su ropa, o del tamaño de la barriga del señor en cierta etapa. Porque si lo hace es un superficial, pero si usted la tiene es un descuidado que está así porque se dejó llevar por el consumismo en forma de payaso, pero si va al gimnasio es porque tiene la cabeza hueca y como dicen 'si le dicen gorda hace ejercicio pero si le dicen bruta no lee un libro'. Entonces tiene que no hacer ejercicio, pero verse delgado y poderse poner ropa decente, de marca y ojalá cara, pero a la vez leer y ser culto e inteligente. Saberse todos los títulos de las obras del nobel y seguramente los nombres de las señoritas colombia de los últimos 20 años, así no tenga ni la más remota idea que es la Corte Penal Internacional o como funciona el Código Electoral de su país y los mecanismos para cambiar lo que le gustaría cambiar.


Hablar de amor y de desamor también. Si a usted le ama su pareja, o la ama, ¡qué oso ponerse a decirlo en público! eso es para inseguros, para pendejos, para gente que se inventa novias de goma o hechas de pantalla líquida para ser la envidia de los demás. Pero si lo dejan con el corazón como caña de trapiche, destrozado y escurrido, no llore, no escuche canciones deprimentes, no hable todo el día de esa persona que eso no se ve bien. Y aquí no cuenta lo que usted siente, cuenta que usted se vea bien.


No hable ni piense en pobres, en ricos, en idiomas extranjeros, en modelos educativos ajenos, en libros que quisiera leer, en rock clásico, ni en rock propio, en música de su tierra, pero en música en otro idioma tampoco, ni en santos, ni en demonios. Ni en la marca de pan del osito, pero tampoco demuestre la pobreza comprando pan de 100 en la esquina de su barrio. Odie a los taxistas y su mafia pero no monte en bus que eso es para pobres y lo roban o lo manosean. Hable mal del medio ambiente pero no haga el ridículo recogiendo su 'menage' en los restaurantes de comída rápida. Raje del alcalde, del presidente, del ministro, del abogado, pero si uno de sus familiares es funcionario público o policía o soldado, sepa donde poner sus paréntesis y sus puntos suspensivos. Odie a su jefe con vehemencia pero quédese callado cuando insulta a su compañero de trabajo solo para demostrar su autoridad y no diga nada, que eso se ve mal. Si algo no le gusta, incomódese, pero calladito porque eso no es propio de la gente educada. Hable mal de su país pero váyase a vivir al cono sur y póngase la camiseta de la selección porque eso de ser extranjero lo hace a uno atractivo.


Sea políticamente correcto. A su alrededor, las consecuencias.
Time - Pink Floyd

jueves, mayo 08, 2014

La sed del otro

Se dice tanto acerca del sufrimiento propio y del ajeno. Que cada uno tiene su procesión interna, que para todos sus propias debacles son una tormenta cuyo alcance solo puede apreciarse desde el propio ojo. 

Y de pronto llega el día, donde se empiezan a contar los días sin angustias, los días en los cuales la vida no nos parece un mar en eterna tormenta, solamente un mar, en el que hay días que hay que navegar con más fuerza, y otros no hay que esforzarse tanto. Nos damos cuenta que algo cambió y que aprendimos a sufrir menos, y a manejar esos demonios que en otras épocas nos impidieron conciliar el sueño, tener un sueño, alcanzar un sueño, recordar siquiera que podíamos soñar. 

El entorno cambia, se torna extrañamente tranquilo, y uno se pregunta si debería acostumbrarse a estar así, si debería olvidar de donde vino, y cerrar para siempre la puerta del caos para dedicarse a construir.

Y alrededor continúa el mundo sufriendo, ahogándose, muchos aún en medio de la tormenta sin siquiera saber que están ahí. Como bebés, o como cachorros, usando hasta el último gramo de su energía pataleando para no ahogarse, para no hundirse, para no sucumbir. 

Ahí donde vemos las bocas abiertas, desesperadas por aire, los ojos cansados de llorar, los brazos caídos cansados de remar y de abrazar y de esperar, y de alabar y de suplicar, las heridas abiertas de mucho tiempo sangrantes, aquellas que no cicatrizan nunca, es cuando caemos en nuestra tentación de mirar atrás, donde recuerdas en qué lugar es que están las cicatrices y algunas heridas que habias olvidado. 

Donde tornas a ver el abismo, y quisieras salir corriendo pero esa empatía humana te impide hacerlo, porque no quieres que nadie sufra, porque et da miedo verlos sufrir. 

viernes, enero 10, 2014

Haciendo Cuentas

Mil días sin tomarme el par de minutos necesarios para las decenas de palabras que aunque finitas y contables, no pueden cuantificar el cómo decirlo.
Cifradas en mi memoria, cuento las horas hacia atrás, y los días por delante, y sumo y resto el momento presente, donde el resultado sigue por alguna razón siendo cero.
Avanzan los días, con sus horas y sus minutos, pero siempre con la sensación de estar restando. El movimiento del tiempo solo sigue siendo una cuenta regresiva de la cual no sabemos el punto final.
Kilómetros de distancia, para quedar a solo centímetros del abismo, y para que el abismo solo sea realmente una brecha inmensa con poca profundidad.
Cuentas hasta diez, y en reversa, para volver a tomar tu curso, para iniciar la cuenta nueva, para dar vuelta a la hoja, para ver otra vuelta del reloj.
Por  más que creas que has llorado un río, tus lágrimas no completarán ni una cucharada. Y que creas que lo has visto todo, no escribirías diez líneas coherentes con tus experiencias. Que si vas en el camino de ascenso, seguramente no habrás recorrido ni cien metros.
Ni recorres los dos pasos que te separan de eso que tanto quieres, ni corres tan lejos como para ver tus ecuaciones en perspectiva.
Cuentas, cuando todo es incontable, no te atreves a contar, ni a mencionar. No te atreves a enumerar, ni a ponerle un plazo a tu incertidumbre. Solamente es que no sabes nada de contar.

Leda atomica - Salvador Dali