miércoles, agosto 19, 2020

Una Sagrada Escritura

 

Ese domingo no era diferente a los anteriores. 

 

En el inquilinato el ruido empezaba temprano, el agite de todos los que compartían la mendicidad como forma de supervivencia, convirtiéndola en su arte y oficio. 

 

La señora del cuarto piso de la habitación junto a la ventana, alquilaba un pequeño sobrino cada fin de semana, de no más de 5 años. De un costal gigante cargado de harapos infantiles  ataviaba al pequeño maniquí vivo para que escondiera lo rozagante que se veía por la bienestarina y el almuerzo del comedor comunitario que con tanto esmero preparaban las cocineras. 

 

Tenía la esperanza puesta en el embarazo de su hermanita de 15 años que pronto traería un nuevo retoño para aumentar la alcancía. Con eso, podrían terminar de pagar el colegio de la niña, y quizá decirle al hijo mayor que dejara de dormir en las calles y se devolviera a compartir una pieza, eso sí, dejando en la entrada los vicios y la manía de robar, porque algo que ella no admitía era llevar la pobreza con deshonestidad. 

 

Estaba también la pareja de ancianos. Ellos pedían por separado ya sin tener que contar historias, solo con su ensayada expresión lastimera detrás de las arrugas que ocultaban casi por completo sus ojos. Para ellos era entretenido, la vida se iba entre esos domingos de pedir y la fila de los días 5 del mes para cobrar cada uno su pensión de funcionarios públicos. 

 

Así pasaban lo que creían sus últimos años de vida. Sus jornadas de pedir y cobrar ajustaban una década. Ambos pasaban de los 80 años, pero cuando iniciaron con esto de la 'pedida', viajaban, como los nómadas primigenios, disfrutando de pueblos y pasando de un lado al otro con la única preocupación de llegar a dormir en alguna parte sin temer, esperar o pensar sobrevivir al día siguiente. 

 

En cada viaje fueron dejando la vergüenza inicial. Toda la vida ellos habían trabajado y los primeros años en la ‘mendicidad’ esa idea de pedir sin tener necesidad les parecía inmoral, ilegal y anti cristiano. Le fueron tomando gusto y aprecio, y se volvieron expertos en ese oficio de sacarle el excedente al buen corazón que por ahí pasaba. No tenían vicios, y muy seguramente, necesidades tampoco, así que, para acallar sus dudas y remordimientos, casi todo el dinero que pedían lo donaban a la iglesia, o compraban un mercado para un vecino o se lo daban a alguna persona del inquilinato que lo necesitara para pañales o comida. No siempre, claro, que no eran santos ni ángeles. Les gustaba ir a comer rico en la Plaza de Mercado, ya que afortunadamente ambos a pesar de sus años tenían la salud completa y todavía comían de todo, y alguna botella de aguardiente porque ya la cerveza que les gustaba no la hacían en el país. Eso y una libra de café para unos buenos tintos era el placer culpable que obtenían de sus jornadas de limosnero. 

 

La historia de Juan Marcos era similar, sin episodios increíbles, ni dolores profundos. No era que hubiera sufrido abusos en la infancia, ni tuvo que salir huyendo de su casa para terminar estirando la mano a los transeúntes. 

Hijo de una madre soltera que se empeñó en que estudiara a toda costa, mientras ella trabajaba como recepcionista en turnos de 12 horas, lo que había llevado a Juan Marcos a esa vida era básicamente, la pereza. 

Tenía una cojera imperceptible que con los años aprendió a exagerar, acentuando el efecto con un bastón hecho de un palo de escoba, o con una muleta que dejó la señora del fondo del pasillo después de la mudanza.


  • "Mijo quédese con eso. A mí, esa mugrera no me sirve."

 

No siempre había estado allí pidiendo en la plaza del templo con los otros. Después de huir de su casa a los 14, un día que no volvió del colegio porque se aburrió de que su mamá le preguntarla por las tareas que nunca apuntaba, Juan Marcos inició su carrera de limosnero en los buses, puertas de supermercados, parques de diversiones, centros comerciales, entradas de teatros. Tenía talento y brújula para ubicar concentraciones donde la gente estuviera gastando dinero y no le importara liberarse de algunas monedas que 'no empobrecían a nadie'  pero que en sus manos iban sumando cantidades no despreciables y suficientes para subsistir sin necesidad de acudir a otros métodos. 

 

Juan Marcos no era demasiado ambicioso, su flojera no se lo permitía. No rechazaba las monedas, y no entendía como los cuenteros del parque obligaban a la gente a sacar billetes, y la insultaban por sus monedas. No extendía sus horarios de pedir más allá de la última misa del día, y procuraba descansar un domingo al mes, en el cual solo se quedaba en la cama o salía a dar una vuelta máximo hasta el centro de la ciudad donde pensaba en una vida diferente. 

 

Los últimos meses no habían sido fáciles. La llegada de miles de desplazados por la violencia, hizo que la calle se llenara de competencia. También las plazas, semáforos, entradas de restaurante, peajes, puentes peatonales y cualquier lugar que se hubiera podido Juan Marcos para poder desarrollar su trabajo. Y llegaron los capos, los arrendadores de espacio. Tuvo que ser creativo en sus ubicaciones y además refinar sus estrategias, trabajarlas más. A las personas les despertaba más lástima aquellos con taras físicas, discapacidades, mutilaciones. No era claro por qué y él tenía muchas teorías. Podía ser que a través de ayudar a los inválidos hacían menos evidente la deformidad o justificar la mirada morbosa por el pago realizado, como un circo. O buscaban rechazar de la manera menos cruel lo diferente y pagaban para apartarlo de su vista. Tal vez temían verse a sí mismos en esa situación y preferían ahorrar créditos con el karma, o simplemente que el buen corazón si existía y que había personas dispuestas a ayudar a todos, y al que más lo necesitara con mayor razón, ahínco, y número de monedas. 

 

Se armó una improvisada camilla con varas y una tela vieja pero resistente. Este nuevo papelón le exigía levantarse muy de madrugada, pero contaba con poder irse más temprano lo que equilibraba el tiempo libre así que negoció con su flojera. Con la última luz de las estrellas nocturnas, salía del inquilinato peinado y limpio, porque no le gustaba confundir miseria con suciedad. Iba ataviado con modestas y raídas ropas. Llegaba temprano como pocos, y se buscaba el mejor sitio cerca a la puerta menor de la capilla donde transitaban miles de personas. Se acostaba en la camilla, encogía las piernas, ponía su cara de pedir y solo esperaba. Pocas veces hacía un ruido, o reclamaba que le dieran dinero. Su mirada era todo lo que tenía, y con lo que conseguía que al menos tres de cada diez transeúntes aflojaran un par de monedas e incluso algún billete, tratando de ser consecuentes con el sermón que venían de escuchar.  


En esta rutina volaron los meses, tiempo en el cual su posición y falta de movimiento requirieron de activar el cerebro para no sucumbir al tedio. Surgieron millones de ideas, retrospectivas de su vida, escenarios paralelos donde su vida tomaba otros rumbos y él tomaba decisiones diferentes.

Reflexionó acerca del amor, de tener familia y se preguntó qué habría pasado con la suya. Aprendió el arte de estudiar a los transeúntes que veía pasar semana a semana leyendo en los gestos, las acciones y las miradas, sentimientos de culpa de personas con problemas, de angustia de personas maltratadas, de indiferencia de los hipócritas.

Aprendió también de las personas que estaban a su nivel del suelo, unos en actitud mendicante y otros en suma indigencia, sin interés ninguno de sobrevivir siquiera. Escuchó de manera pasiva sus dramas, sus historias, los hogares y profesiones que habían dejado por una papeleta de cualquier porquería que probaron en una noche de mala fiesta. Los hogares divididos donde los golpes reemplazaron al pan. 

Tanta historia lo cambió para siempre, desde adentro. Consideraba en lo que significaría abandonar la relativa comodidad que tenía. Se había quitado de encima a su madre y al señor del supermercado gritándole que no durmiera en horas de trabajo, que se salpicara agua en la cara, que se levantara temprano, que no hiciera mala cara y que no se comiera las uñas. Ahora era sobreviviente y libre. Tenía comida, techo y vestido. Nada lujoso, pero en sus términos. No se consideraba feliz, pero estaba donde quería y no donde otros querían que estuviera. 

 

Ese domingo, cuando el extraño vestido como el resto, pero con un brillo que jamás podría olvidar pero por más que se esforzó, le fue imposible describir en los cientos de libros y ensayos que publicó en los años venideros, se acercó a él y le preguntó si quería "ser salvado" no tuvo voluntad para rechazarlo, todo su futuro vino de golpe en un momento, supo que quería levantarse y escribir cuando el tipo le gritó como un demente frente a todos: 

 
A ti te digo: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. 

 

 

Todo el que allí estaba atestiguó el milagro. Un hombre postrado e inválido que se levantó y echó a andar sano. El milagro también sucedió en la cabeza de Juan Marcos, quien, desde ese día, se dedicó a poner por escrito todas esas historias que en su temporada de paralítico tuvo oportunidad de escuchar. 

 

 

 

No hay comentarios.: